24 ago 2016

Camino del pantano




         El pueblo apenas superaba los mil habitantes. Pero en verano el número de vecinos se duplicaba. Los niños ganábamos  por goleada.  La costumbre a principios de los setenta era dejar a la mujer y los niños, cuando estos terminaban el colegio, en una de las casas hasta ese momento vacías para que disfrutaran “de una vida más tranquila y natural” decían los padres. Yo fui uno de ellos aquel año.
            Aunque parezca mentira, aún me parece oler a pan recién hecho. Un pan que no he vuelto a saborear desde entonces y que cada mañana temprano iba a comprar a la tahona de la esquina. Inolvidable el momento en que, sentado junto a Manolito en el escalón de la entrada, disfrutaba de un bocadillo de jamón serrano bañado con aceite de la zona que rezumaba entre mis dedos mientras lo mordía con ganas. A Manolito le gustaba más la mortadela, o al menos eso me decía cuando repartíamos los bocadillos a medias de vez en cuando. Ver con la avidez que lo engullía no me hizo pensar entonces que no era cuestión de gustos. Pero los niños no caemos en esas cosas.
Mientras paseo por la glorieta camino del pantano, me vienen a la cabeza las guerras de agua de la fuente, fría como el mismísimo hielo, que los más pequeños comenzábamos en las horas más fuertes de calor y terminábamos cuando nos entraba la tiritona al ponerse el Sol. La botella de Gior de dos litros que me agencié al principio del verano me dio muchas satisfacciones, hasta que el grupo de matones del pueblo se empeñaron en darle una paliza al nuevo. Querían ver lo que aguantábamos los de ciudad. Menos mal que Manolito estaba al quite y la cambió por la paliza.  Yo, ese verano, no podía estarlo cuando mi padre golpeaba a mi madre los sábados por la mañana;  tampoco hubiera admitido botella alguna a cambio de dejarla en paz. La primera vez que lo intenté terminé con una brecha en la frente. Ahora entiendo el interés de mi padre por dejarnos veraneando en el pueblo; y el de mi madre por el olor a perfume que traía impregnada la ropa que le dejaba para lavar los fines de semana.
Ya veo el pantano al final del camino. La última vez que lo recorrí no pude verlo. Pero sí sentirlo.
            El último sábado del verano de aquel año, el nombre de Elena se repitió muchas veces. La secretaria de mi padre. El primer golpe contra la puerta del comedor que recibió mi madre fue el que me despertó. El segundo, al romperse el jarrón del aparador, el que me obligó a levantarme. El tercero, el que recibí al intentar estar al quite, como Manolito, pero sin la misma suerte.
            Después de treinta años me sigue pareciendo extraño que al llegar al final del camino, se me ponga la piel de gallina. Ya no hay piel.

            Cuando mi padre nos sacó a los dos del capó del coche, lo hizo rápido. Nunca fue bueno con los nudos y aunque apretó bien los dos sacos para que hiciéramos el recorrido juntos hasta el final, estos se soltaron.  A mi madre la encontraron seis meses después. Yo, al intentar escapar cuando el frío del agua me sacó de la inconsciencia, solo conseguí alejarme y enredarme con la suciedad del fondo del pantano que ha ido creciendo desde entonces. Ella descansa plácidamente en el cementerio. Yo, sigo haciendo este recorrido un día tras otro. Una maldición repetitiva pensarán, pero yo sigo disfrutando de los recuerdos y de los olores de la tahona por la que paso a diario. Es una buena forma de esperar hasta que mis restos… sean encontrados. 

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