19 dic 2013

El francotirador






             El sol empezaba a retirarse.  Pero él era reacio a dejarse sorprender por los recuerdos que el atardecer transmite. Él no tenía recuerdos. Y si los tenía, simplemente los ignoraba. Se limitó a quitarse las gafas de sol, plegarlas cuidadosamente y meterlas en el bolsillo derecho de su camisa. Así todos los días desde que nos destinaron a aquel maldito puesto. La quinta planta de un edificio en ruinas a las afueras de la ciudad, el lugar ideal para un francotirador.
            Nuestras órdenes eran acabar con todo ser viviente que intentara salir de aquel matadero por delante de nosotros, sin distinción, militares o civiles. Nada mejor que el terror para paralizar a la gente. Nada mejor para que salieran huyendo en la próxima ciudad donde nuestro ejército hiciera acto de presencia. Pero yo era incapaz de matar a un civil simplemente porque quisiera escapar de una muerte lenta y segura, así que Juan y yo  llegamos a un acuerdo. Los militares eran cosa mía, los civiles de él.
            Ambos hemos perdido la noción del tiempo, no sabemos los días transcurridos desde que nos emplazaron en este lugar. Pero el rostro de Juan ha cambiado. Es algo apenas perceptible, pero lo conozco bien y sé que la coraza con la que envuelve sus sentimientos, está empezando a quebrarse. Lo noto en el brillo que sus ojos adquieren cuando el sol empieza a ponerse. Ya es capaz de mirarlo sin las gafas de sol; en el momento de duda que le asalta cuando su dedo tiene que empujar el gatillo para acabar con la vida de aquel padre o de aquella madre que posiblemente sólo quiere buscar una forma de conseguir alimentos para sus hijos o, simplemente, huir de aquel infierno. Algo en él está cambiando, algo en él está volviendo a una normalidad olvidada, si a esto se le puede llamar normalidad. Las órdenes ya no son lo más importante cuando uno deja que los sentimientos las analicen.
            El paso de gente por aquel lugar ha descendido drásticamente en los últimos días, y aunque militares y algún que otro francotirador ha intentado acabar con nosotros, hemos sobrevivido. Ellos han sido los cazados. Por eso cuando vi a aquellos tres civiles acercarse con un sigilo mal llevado, miré a Juan con la esperanza de que los dejara tranquilos. Eran una pareja con un niño de no más de tres años. Llevaban una pequeña y desgastada maleta con lo que supuse sus pertenencias más imprescindibles. Huir de aquel lugar era el único modo de sobrevivir al hambre que acechaba, nada entraba ni salía de la ciudad mientras el enemigo no la rindiera, y combatir entre ruinas era largo y tedioso.
            Juan los vio antes que yo. Su automatismo y rigidez en el cumplimiento de las órdenes hizo que su cuerpo reaccionara sin pensar. Cuando quise hacerle señas para que los dejara pasar, ya tenía encañonado al hombre que iba al frente de la marcha. Fue rápido y certero. Un disparo y los sesos quedaron estampados en aquella pared en la que las salpicaduras de sangre y restos conformaban ya un cuadro dantesco. La mujer y el niño, sorprendidos por lo ocurrido, quedaron inmóviles durante unos segundos al descubierto. Lo suficiente para que Juan encañonara a la mujer. Pero esta vez no fui yo el único paralizado por el asco que producía todo aquello. Él, dudó lo suficiente para que mujer y niño se escondieran acurrucados tras un muro. Juan seguía inmóvil, apuntando a través de la mirilla del fusil. Con una expresión que me pareció confirmar que no era yo el único asqueado de todo aquello. De pronto, el niño salió del  escondite para buscar a su padre que yacía tendido unos metros más allá. Su madre, con la intención de protegerlo, corrió para alejarlo  del lugar y esconderse de nuevo. Pero la reacción de Juan fue más automática que pensada. Disparó y acertó de pleno, como siempre. El niño quedó sólo, sin llorar. Mirando fijamente hacia nosotros. Intuyendo de donde venían los disparos. Preguntándose, tal vez, el porqué de todo aquello.
            Cuando miré a Juan, este ya no sujetaba el fusil. Estaba sentado. Con una expresión indefinida en su rostro mientras se miraba las palmas de las manos. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que reaccioné. Pero ya era demasiado tarde cuando lo hice. Juan tenía el cañón de la pistola reglamentaria en su boca. Me miró con un gesto de asentimiento, y apretó el gatillo.
            Sé que toda guerra deja secuelas irreparables en la gente que combate en ellas. Sé, que lo ocurrido  estos días va a suponer un antes y un después en mi forma de enfrentarme a ella y de acatar las órdenes según considere más o menos adecuadas a mi moral. Pero de lo que no tengo la más mínima duda es  que Juan, en un solo instante, también entendió lo que estaba bien y lo que estaba mal. Por eso decidió poner fin a aquel dolor que le comía por dentro y le obligaba a cometer atrocidades que iban en aumento.
Así que mientras regreso al puesto de mando con sus placas de identificación, no dejo de preguntarme qué fue lo que hizo que Juan se convirtiera en un ente hueco sin sentimientos. Y si yo, tendré la misma resolución para quitarme de en medio si ese mal me asalta y me consume.     
           
                                                                         Jesús Coronado  2013 

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