21 jun 2013

¡Ese no es mi rostro!




Estiró las facciones con los dedos índice y corazón  unidos, una mano a cada lado. Observó como, en el reflejo que el espejo le devolvía, desaparecían las arrugas y la piel quedaba tersa, natural. Estaba casi perfecto. Por fin había encontrado lo que buscaba. Desde que salió de la unidad de quemados del hospital hace dos años, era la más parecida a su antiguo rostro. El fuego había hecho bien su trabajo, pero la cabezonería era una de sus virtudes y pudo más que el desánimo que le sobrevino después de aquel desgraciado accidente.

Luis retiró con cuidado la piel que cubría su desfigurada cara y la dejó a un lado hasta comenzar con el trabajo de conservación. Limpió las gotas de sangre que salpicaban su rostro y se puso los guantes. Ahora, como tantas otras veces, tenía que eliminar los restos del cadáver.


                                                          Jesús Coronado  -  2013

3 jun 2013

La Pastilla





          El dolor era tan fuerte. Sentía como si un pequeño duende juguetón y con mala leche, se hubiera instalado tras su ojo derecho con un jodido tambor. Puntual, como todas las mañanas, entonaba la sintonía machacona que aporreaba sin compasión hasta hacer que el simple hecho de respirar fuera doloroso. Pero Marta estaba ahí, como siempre. Su presencia ya era una constante en su vida. Conocedora de su malestar siempre tenía la pastilla sanadora a mano. Marta, la misma con la que realizó la entrevista de trabajo en la empresa farmacéutica donde ambos trabajaban. Un trabajo que era un sueño para él, aún no entendía muy bien el cómo ni el porque accedió a ese puesto. A veces intentaba recordar como era su vida antes de aquello, pero su mente se perdía entre una niebla de recuerdos confusos que sólo le producían dolor de cabeza, pero Marta estaba ahí, Y el dolor… desaparecía. La empresa  y Marta lo eran todo en su vida. Sabía que su existencia era como un dormitar eterno, pero salvo el dolor de cabeza, todo era perfecto y agradable.

           
Aquella mañana el dolor de cabeza volvió a aparecer, esta vez con más intensidad si cabe. Sentía que había descansado bien, pero daba igual. Siempre regresaba a la misma hora con una puntualidad que rallaba  lo absurdo. Buscó de forma infructuosa a su alrededor, pero hoy no estaba Marta para darle la pastilla, y el dolor iba en aumento. Un dolor profundo que le hizo sentir de repente como le estallaba la cabeza.


            Despertó sobresaltado, con la sensación de encontrarse en un sitio extraño y ese regusto a boca reseca de quién ha dormido demasiado. Sentía una molestia en el brazo derecho. Intentó levantarlo, pero apenas tenía fuerzas para volver la cabeza y ver que era aquello que le colgaba del brazo. Se dejó caer sobre la almohada. La potente luz blanca que salía de aquel techo le traspasaba agresiva los parpados. Con que ganas se tomaría un gran vaso de agua para aliviar la sequedad de su lengua. Y como por arte de magia, Marta estaba allí. Como siempre. Le acarició la frente con dulzura y le acercó a los labios el vaso de agua fresca. Tomó un gran sorbo, y sintió cómo su boca recuperaba la humedad perdida. Seguía teniendo sed y cuando Marta le volvió a acercar el vaso para beber de nuevo, depositó en su lengua la pastilla. Oscar no sabía muy bien porque, pero le resultaba familiar esa acción, así que sin pensarlo mucho más se limitó a engullirla junto con otro gran trago de aquella agua que le supo a gloria y que le produjo una sensación de bienestar tan profunda, que sólo deseó cerrar sus ojos y dormir. De pronto… sólo le apetecía dormir.

            Marta  volvió a colocarle en la cabeza  los inductores de sueños, no podía volver a retrasarse otra vez en la toma de la dosis. Pero el espécimen número veinticinco y el treinta y dos se habían despertado también. Lo pondría en su informe. Aquellas pastillas empezaban a no ser tan efectivas en algunos de ellos, por lo que la producción de la triosafosfato isomerasa bajaba alarmantemente, y los laboratorios pronto los sustituirían. Era una pena, le había tomado cariño a Oscar, el espécimen cincuenta, pero si no producía el número de enzimas necesarios para la fabricación del medicamento prescindirían de él. Los costes de producción seguían siendo inferiores con la utilización de seres vivos. Y a aquellos desahuciados, nadie les echaría de menos.      




                                                           Jesús Coronado   -  2013