24 dic 2013

Luis Ramírez, el verdadero de nombre de Scrooge.

Mañana es Navidad. Lo que me recuerda " Que bello es Vivir" y "Cuento de Navidad" de Dickens. Este es un pequeño homenaje a este último. Que además me sirve para felicitaros las fiestas.




Luis Ramírez, el verdadero nombre de Scrooge.

Le llamaban Scrooge en la oficina. Se había ganado a pulso el mote entre sus empleados, no escatimaba a la hora de menospreciarlos, humillarlos y  pagarles una miseria. Con la particularidad de que en Navidad, se convertía en un ser aún más despreciable y ruin.
Cuando Ángela aterrizó en el despacho ni tan siquiera levantó la vista para indicarle sus funciones y menospreciar las virtudes que daba por sentado no tenía. Pero a Ángela no le importó. Simplemente le agradeció la oportunidad de trabajar allí y ocupó su puesto.
Tuvieron que pasar dos semanas para que Luis viera por primera vez el rostro de su nueva empleada. Un rostro que deseó esa misma noche no haber visto jamás. Luis recordó, entre pesadillas, aquella niñez que ya había olvidado a fuerza de golpes; los rostros de pánico y descontento de sus empleados con los que tanto disfrutaba y con un futuro que nunca hubiera podido imaginar. La soledad ya no le era tan benévola.
Cuando aquella mañana entró en el  despacho, sólo quería ver a Ángela. Pero Ángela se había marchado. Intentó enfurecerse, menospreciar, humillar… pero ya no pudo. Todos los rostros con los que se cruzaba, se parecían a Ángela.   



19 dic 2013

El francotirador






             El sol empezaba a retirarse.  Pero él era reacio a dejarse sorprender por los recuerdos que el atardecer transmite. Él no tenía recuerdos. Y si los tenía, simplemente los ignoraba. Se limitó a quitarse las gafas de sol, plegarlas cuidadosamente y meterlas en el bolsillo derecho de su camisa. Así todos los días desde que nos destinaron a aquel maldito puesto. La quinta planta de un edificio en ruinas a las afueras de la ciudad, el lugar ideal para un francotirador.
            Nuestras órdenes eran acabar con todo ser viviente que intentara salir de aquel matadero por delante de nosotros, sin distinción, militares o civiles. Nada mejor que el terror para paralizar a la gente. Nada mejor para que salieran huyendo en la próxima ciudad donde nuestro ejército hiciera acto de presencia. Pero yo era incapaz de matar a un civil simplemente porque quisiera escapar de una muerte lenta y segura, así que Juan y yo  llegamos a un acuerdo. Los militares eran cosa mía, los civiles de él.
            Ambos hemos perdido la noción del tiempo, no sabemos los días transcurridos desde que nos emplazaron en este lugar. Pero el rostro de Juan ha cambiado. Es algo apenas perceptible, pero lo conozco bien y sé que la coraza con la que envuelve sus sentimientos, está empezando a quebrarse. Lo noto en el brillo que sus ojos adquieren cuando el sol empieza a ponerse. Ya es capaz de mirarlo sin las gafas de sol; en el momento de duda que le asalta cuando su dedo tiene que empujar el gatillo para acabar con la vida de aquel padre o de aquella madre que posiblemente sólo quiere buscar una forma de conseguir alimentos para sus hijos o, simplemente, huir de aquel infierno. Algo en él está cambiando, algo en él está volviendo a una normalidad olvidada, si a esto se le puede llamar normalidad. Las órdenes ya no son lo más importante cuando uno deja que los sentimientos las analicen.
            El paso de gente por aquel lugar ha descendido drásticamente en los últimos días, y aunque militares y algún que otro francotirador ha intentado acabar con nosotros, hemos sobrevivido. Ellos han sido los cazados. Por eso cuando vi a aquellos tres civiles acercarse con un sigilo mal llevado, miré a Juan con la esperanza de que los dejara tranquilos. Eran una pareja con un niño de no más de tres años. Llevaban una pequeña y desgastada maleta con lo que supuse sus pertenencias más imprescindibles. Huir de aquel lugar era el único modo de sobrevivir al hambre que acechaba, nada entraba ni salía de la ciudad mientras el enemigo no la rindiera, y combatir entre ruinas era largo y tedioso.
            Juan los vio antes que yo. Su automatismo y rigidez en el cumplimiento de las órdenes hizo que su cuerpo reaccionara sin pensar. Cuando quise hacerle señas para que los dejara pasar, ya tenía encañonado al hombre que iba al frente de la marcha. Fue rápido y certero. Un disparo y los sesos quedaron estampados en aquella pared en la que las salpicaduras de sangre y restos conformaban ya un cuadro dantesco. La mujer y el niño, sorprendidos por lo ocurrido, quedaron inmóviles durante unos segundos al descubierto. Lo suficiente para que Juan encañonara a la mujer. Pero esta vez no fui yo el único paralizado por el asco que producía todo aquello. Él, dudó lo suficiente para que mujer y niño se escondieran acurrucados tras un muro. Juan seguía inmóvil, apuntando a través de la mirilla del fusil. Con una expresión que me pareció confirmar que no era yo el único asqueado de todo aquello. De pronto, el niño salió del  escondite para buscar a su padre que yacía tendido unos metros más allá. Su madre, con la intención de protegerlo, corrió para alejarlo  del lugar y esconderse de nuevo. Pero la reacción de Juan fue más automática que pensada. Disparó y acertó de pleno, como siempre. El niño quedó sólo, sin llorar. Mirando fijamente hacia nosotros. Intuyendo de donde venían los disparos. Preguntándose, tal vez, el porqué de todo aquello.
            Cuando miré a Juan, este ya no sujetaba el fusil. Estaba sentado. Con una expresión indefinida en su rostro mientras se miraba las palmas de las manos. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que reaccioné. Pero ya era demasiado tarde cuando lo hice. Juan tenía el cañón de la pistola reglamentaria en su boca. Me miró con un gesto de asentimiento, y apretó el gatillo.
            Sé que toda guerra deja secuelas irreparables en la gente que combate en ellas. Sé, que lo ocurrido  estos días va a suponer un antes y un después en mi forma de enfrentarme a ella y de acatar las órdenes según considere más o menos adecuadas a mi moral. Pero de lo que no tengo la más mínima duda es  que Juan, en un solo instante, también entendió lo que estaba bien y lo que estaba mal. Por eso decidió poner fin a aquel dolor que le comía por dentro y le obligaba a cometer atrocidades que iban en aumento.
Así que mientras regreso al puesto de mando con sus placas de identificación, no dejo de preguntarme qué fue lo que hizo que Juan se convirtiera en un ente hueco sin sentimientos. Y si yo, tendré la misma resolución para quitarme de en medio si ese mal me asalta y me consume.     
           
                                                                         Jesús Coronado  2013 

8 dic 2013

¿Tú eres de Papa Noel o de los Reyes Magos?

                                                                                                                                 



A mí me educaron creyendo en los Reyes Magos. Dejar los zapatos en el balcón junto a un trozo de pan duro y un recipiente con agua para que los camellos pudieran reponer fuerzas y continuaran repartiendo los juguetes, y esperar pacientemente hasta la mañana para abrir mis regalos.
Mis abuelos sin embargo, me hablaban de un tal Papa Noel que dejaba los juguetes el día de Navidad. Pero a mí ese viejo me sonaba más a anuncio de Coca Cola que a un rey mago que repartiera juguetes.
Aquella Nochebuena mis abuelos aparecieron por casa para quedarse a cenar. Mi madre, en avanzado estado de gestación, dijo que era mejor así. Llevaba unos días que no se encontraba demasiado bien y debía ser verdad, pues a mitad de la cena dijo algo relacionado con rotura de aguas y todos se pusieron como locos. Recogieron unas bolsas que tenían preparadas en la habitación y mis padres y  abuela salieron a toda prisa hacia el hospital sin darme explicación alguna.
Yo  quedé a cargo de mi abuelo, el de Papa Noel. Terminamos de cenar y harto de que me metiera prisa para irme a dormir, decidí meterme  en la cama después de darle las buenas noches.
Pero no saber que le había pasado a mi madre me mantenía desvelado. Pasada una hora más o menos, empecé a oír unos extraños ruidos en el comedor. En primer lugar pensé que mis padres habían vuelto del hospital, pero tras los primeros momentos me di cuenta de que no eran los sonidos habituales. No hubo ruido de puertas, ni voces, sólo unos pasos sigilosos y el ruido de quien arrastra algo por el suelo. Me armé de valor y  en el más absoluto silencio me acerqué hasta lugar de donde provenían. Asomé la cabeza con cuidado y pude ver en la penumbra a aquel abuelo de barba blanca, vestido con un ridículo traje rojo, que bajo el árbol manipulaba un gran saco que portaba a sus espaldas. Quedé paralizado. Había entrado un ladrón en casa. Por un momento pensé en llamar a mi abuelo, pero recordé de pronto que mi padre guardaba una escopeta en su habitación. La recogí  sin hacer ruido, encañoné a aquel gordo... y disparé.
A la mañana siguiente me dijeron que el retroceso del arma me hizo caer golpeándome en la cabeza. Perdí el conocimiento. Pero nadie supo o quiso darme más explicaciones. El nacimiento de mi hermano las acaparó todas. Sólo pude entender algo relacionado con que los cartuchos de sal y el culo no se llevaban muy bien. Aunque lo realmente extraño es que mi abuelo nunca volvió a mencionarme a Papa Noel, además de estar dos semanas sin poderse sentar a gusto.  Así que definitivamente yo soy de los Reyes Magos, ¿Y tú?

                                                                          Jesús Coronado  -  2013

23 nov 2013

No entiendo


          Él se empeñaba en repetir esa palabra una y otra vez, por muchas veces que le preguntara. Daba igual el instrumento que le aplicara, nadie le entendía. Sólo salía de su boca esa palabra. Y yo cumplía órdenes. No quería ocupar su sitio en aquella sala de torturas de Sevilla. Mi misión era hacerle confesar su herejía, pero su lenguaje era el del mismo diablo. Nadie entendía lo salía de su boca. Ni el propio inquisidor con su extensa sabiduría atinaba a comprenderlo. Terminaría en la hoguera de todas maneras.
           Hoy al entrar en mi turno de calabozo para finalizar el trabajo, he oído cómo uno de los presos se apenaba por el destino de aquel vascuence al que ayer torturaba acusado de blasfemo. Pero sólo he tenido tiempo de llegar para escucharle decir por última vez la palabra, “ez dut ulertzen”. Una palabra que ya no me parecía el idioma del diablo,  solamente un idioma que no era el mío.

                                                                                          Jesús Coronado   2013

22 ago 2013

¿Por qué?

Seguimos en el mes de los "insectos" como homenaje a Kafka. Un segundo micro.

                                                                           ¿Por qué?


           Mi cuerpo me parecía extraño una vez más, como si lo descubriera por primera vez. Pero eso no impedía que estuviera allí tumbado, boca arriba en el diván del psicólogo. Contándole mi vida con pelos y señales mientras yo no dejaba de admirar la perfección de mis manos. 

            Cómo me hastiaba aquella vida nocturna y esa costumbre de andar por garitos de mala muerte. Cuanto más sucios y malolientes fueran, mejor, más los disfrutaba. Y estas visitas odiosas al diván que me humillaban y aburrían a partes iguales.

             Una voz atronadora y profunda me sacó del mundo donde me encontraba, devolviéndome a la triste y cruda realidad.  

              - Se ha vuelto usted a dormir en la consulta. No me extraña que viva sólo, sueña en voz alta. Y esa obsesión que tiene por vivir cerca de esa mujer lo terminará de volver loco. Los lugares sucios y malolientes son lo suyo, no esa casa limpia y con olor a lavanda donde se empeña en deambular a plena luz del día. Tendrá un serio disgusto como le descubra observándola. Debe dejar de soñar y asumir de una vez por todas, que sólo somos unas tristes y simples cucarachas.


                                                                                Jesús Coronado  -  2013

7 ago 2013

Fobia

Un pequeño relato que presento en el blog de "Esta noche te cuento" ,  cuyo tema mensual es "Insectos", homenaje a Kafka y su Metamorfosis. Es pero que os guste.


                                                                   Fobia



Me duelen las muñecas. Nunca pensé que esto doliera tanto. Nunca creí que ocurriera esto. Estaba todo controlado. De principio a fin.

           Cuando abrí el congelador el olor me golpeó con fuerza haciéndome vomitar. Las moscas inundaron la estancia sobrevolándome, rozándome con sus asquerosas alas. La visión del cuerpo hinchado y cubierto de miles de insectos me paralizó. Caminé aterrorizado y sin control hacia atrás hasta tropezar y quedar quieto en un rincón, observando como aquella marabunta se desparramaba sin control por el sótano junto con aquel hedor insoportable que ascendía hacia el resto de la casa. Hacia la calle.

        Fue entonces cuando descubrí que todo... no estaba controlado.

        Una simple avería y esta maldita fobia han conseguido en un instante lo que durante años no ha conseguido la policia.

        Mientras subo al coche patrulla sólo puedo pensar en dos cosas. El dolor que se acrecienta en mis muñecas, y cuanto tardarán en descubrir el resto de cadáveres.



                                                Jesús Coronado  -  2013


21 jun 2013

¡Ese no es mi rostro!




Estiró las facciones con los dedos índice y corazón  unidos, una mano a cada lado. Observó como, en el reflejo que el espejo le devolvía, desaparecían las arrugas y la piel quedaba tersa, natural. Estaba casi perfecto. Por fin había encontrado lo que buscaba. Desde que salió de la unidad de quemados del hospital hace dos años, era la más parecida a su antiguo rostro. El fuego había hecho bien su trabajo, pero la cabezonería era una de sus virtudes y pudo más que el desánimo que le sobrevino después de aquel desgraciado accidente.

Luis retiró con cuidado la piel que cubría su desfigurada cara y la dejó a un lado hasta comenzar con el trabajo de conservación. Limpió las gotas de sangre que salpicaban su rostro y se puso los guantes. Ahora, como tantas otras veces, tenía que eliminar los restos del cadáver.


                                                          Jesús Coronado  -  2013

3 jun 2013

La Pastilla





          El dolor era tan fuerte. Sentía como si un pequeño duende juguetón y con mala leche, se hubiera instalado tras su ojo derecho con un jodido tambor. Puntual, como todas las mañanas, entonaba la sintonía machacona que aporreaba sin compasión hasta hacer que el simple hecho de respirar fuera doloroso. Pero Marta estaba ahí, como siempre. Su presencia ya era una constante en su vida. Conocedora de su malestar siempre tenía la pastilla sanadora a mano. Marta, la misma con la que realizó la entrevista de trabajo en la empresa farmacéutica donde ambos trabajaban. Un trabajo que era un sueño para él, aún no entendía muy bien el cómo ni el porque accedió a ese puesto. A veces intentaba recordar como era su vida antes de aquello, pero su mente se perdía entre una niebla de recuerdos confusos que sólo le producían dolor de cabeza, pero Marta estaba ahí, Y el dolor… desaparecía. La empresa  y Marta lo eran todo en su vida. Sabía que su existencia era como un dormitar eterno, pero salvo el dolor de cabeza, todo era perfecto y agradable.

           
Aquella mañana el dolor de cabeza volvió a aparecer, esta vez con más intensidad si cabe. Sentía que había descansado bien, pero daba igual. Siempre regresaba a la misma hora con una puntualidad que rallaba  lo absurdo. Buscó de forma infructuosa a su alrededor, pero hoy no estaba Marta para darle la pastilla, y el dolor iba en aumento. Un dolor profundo que le hizo sentir de repente como le estallaba la cabeza.


            Despertó sobresaltado, con la sensación de encontrarse en un sitio extraño y ese regusto a boca reseca de quién ha dormido demasiado. Sentía una molestia en el brazo derecho. Intentó levantarlo, pero apenas tenía fuerzas para volver la cabeza y ver que era aquello que le colgaba del brazo. Se dejó caer sobre la almohada. La potente luz blanca que salía de aquel techo le traspasaba agresiva los parpados. Con que ganas se tomaría un gran vaso de agua para aliviar la sequedad de su lengua. Y como por arte de magia, Marta estaba allí. Como siempre. Le acarició la frente con dulzura y le acercó a los labios el vaso de agua fresca. Tomó un gran sorbo, y sintió cómo su boca recuperaba la humedad perdida. Seguía teniendo sed y cuando Marta le volvió a acercar el vaso para beber de nuevo, depositó en su lengua la pastilla. Oscar no sabía muy bien porque, pero le resultaba familiar esa acción, así que sin pensarlo mucho más se limitó a engullirla junto con otro gran trago de aquella agua que le supo a gloria y que le produjo una sensación de bienestar tan profunda, que sólo deseó cerrar sus ojos y dormir. De pronto… sólo le apetecía dormir.

            Marta  volvió a colocarle en la cabeza  los inductores de sueños, no podía volver a retrasarse otra vez en la toma de la dosis. Pero el espécimen número veinticinco y el treinta y dos se habían despertado también. Lo pondría en su informe. Aquellas pastillas empezaban a no ser tan efectivas en algunos de ellos, por lo que la producción de la triosafosfato isomerasa bajaba alarmantemente, y los laboratorios pronto los sustituirían. Era una pena, le había tomado cariño a Oscar, el espécimen cincuenta, pero si no producía el número de enzimas necesarios para la fabricación del medicamento prescindirían de él. Los costes de producción seguían siendo inferiores con la utilización de seres vivos. Y a aquellos desahuciados, nadie les echaría de menos.      




                                                           Jesús Coronado   -  2013

28 abr 2013

Y la noche... se le vino encima




             



Sus labios no querían dejar de hablar sin decir palabra. Sus manos,  seguir descubriendo  nuevos rincones en el mapa que componían sus pieles. Sus cuerpos temían  perder el calor que los mantenía vivos. Por eso se demoraban en la mañana haciendo eterno esos momentos en que los dos eran uno. Pero los recuerdos eran sólo eso, recuerdos, y la noche ya se le venía encima. Las estrechas calles del barrio empezaban a dibujar extrañas sombras a la luz de las farolas que parecían jugar con la humedad del ambiente creando extraños efectos cuando su perdida mirada intentaba averiguar donde se encontraba. Pedro llevaba deambulando sin rumbo fijo desde la hora del almuerzo.  Había tenido problemas con María, como venía siendo frecuente desde hacía algún tiempo. Aunque esta vez el asunto se le había ido de las manos.


            Pedro era un ejecutivo importante en la compañía, pero la crisis se había cebado en su sector y perder el trabajo a los cuarenta y ocho era inesperado… y duro. La indemnización apenas dio para cancelar la hipoteca, y con lo que se cobraba de paro apenas alcanzaba para pagar los gastos y mantener la casa. Pedro pensó que su experiencia le supondría una ventaja para encontrar un trabajo, pero la edad era un lastre. “Esta mierda de sociedad nos desplaza como si fuéramos basura al cumplir los cincuenta”, pensaba y se repetía constantemente cada vez que la entrevista de trabajo terminaba con aquella manida frase “que lo sentían, pero no reunía los requisitos del puesto solicitado”.

            Cuanto echaba de menos demorarse de nuevo en la cama. Pero desde hacía tres años María lo dejaba entre las sabanas a las cinco de la madrugada. Tuvo que buscar trabajo en una fábrica y empezaba su turno a las seis. Ahora era ella la que lo mantenía a él. Aunque su sueldo dejaba de ser al que estaban acostumbrados, y eso a Pedro lo carcomía por dentro. Dicen que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas, y eso le sucedía a Pedro. Había desistido de buscar trabajo al tercer año de intentarlo. Su carácter se había oscurecido como la noche que ahora lo iba envolviendo poco a poco, y su frustración dio paso a los temores infundados. No podía entender que María no acusara la vida que llevaban, así que las discusiones empezaron a ser frecuentes.  

            María le decía que tuviera paciencia, que todo se arreglaría. Pero a Pedro esos comentarios solo le enfurecían y le inducían a pensar que los temores que  le asaltaban cada vez con más frecuencia, eran ciertos. María tenía un amante.

            En las largas horas que deambulaba sólo en casa, su cabeza no dejaba de inventar razones para convencerse de que sus sospechas eran ciertas. ¿Por qué salir tan arreglada si solo era una fábrica?   ¿Por qué estaba tan pendiente del móvil y sus mensajes últimamente? ¿Qué le hacía tan feliz?  Estaba claro. Solo podía ser otro hombre.

            Cuando María salió por la mañana, tuvo un mal presentimiento.  Sus constantes peleas le habían llevado a tomar una determinación. Separarse. Y hoy era el día que había elegido para decírselo a Pedro. Quizás fuera eso. A sus cuarenta y cinco, tenía mucha vida por delante y no estaba dispuesta a vivirla así. La fábrica le abrió las puertas a otro mundo, más humilde al que estaba acostumbrada, pero más sincero. No le fue difícil entablar amistad y comprobó que desgraciadamente, su problema era más habitual de lo que ella pensaba. Así que el trabajo y sus compañeras se convirtieron en una forma de evadirse de los problemas que le esperaban cada día en casa. Fueron ellas las que enteradas de su situación la convencieron para que hablara con una abogada especialista en separaciones, la misma  que solucionó los problemas a dos de sus nuevas amigas. Su apoyo era constante. Llamadas, mensajes y ánimo infatigable. Nunca había sido consciente hasta hoy de cómo los problemas comunes unen a la gente.

Pero cuando llegó a casa y vio a Pedro al abrir la puerta, supo que no era el momento.   Su rostro estaba desencajado, su mirada cargada de ira. María vio la carta que Pedro tenía en su mano izquierda, y entonces lo entendió todo. Pedro había estado revolviendo sus cosas y encontró la carta del despacho de abogados. Aquello fue demasiado para él, entendió que confirmaba sus sospechas y eso no lo iba a permitir. Su orgullo de hombre ya estaba herido por ser su mujer la que lo mantenía, pero que lo engañara con otro no era algo que fuera a consentir. Así que blandió el sobre en su mano izquierda y sin mediar palabra la recibió con una sonora bofetada que hizo tambalear a María. Sin darle tiempo a reaccionar la empujó hacia el dormitorio, golpeándola de nuevo y haciéndola caer sobre la cama. Cuando la vio tirada sobre las sabanas vinieron a su mente las mañanas en que se demoraban durante horas, y una pasión desmedida se apoderó de él. Hacía más de un año que no hacía el amor con su mujer  y el calor que le quemaba en las entrañas en aquel momento debía ser apagado. Así que hizo caso omiso de los gritos de María y la forzó hasta calmar sus instintos. Después se marchó.

María lloró desconsoladamente. Perdió la noción del tiempo. Cuando pudo recuperarse se levantó cubriendo su cuerpo con los jirones del vestido. Se lavó de forma compulsiva. Nunca pensó que el contacto con Pedro pudiera darle tanto asco. Cuando se miró al espejo, el entumecimiento y rojez de su ojo izquierdo le indicaba que no tardaría en aparecer un moratón en su lugar. Se lavó cuidadosamente, y se juró que hoy terminaría con todo aquello. No iba a permitirle ponerle la mano encima nunca más. Se vistió lentamente, mientras meditaba cada movimiento que en su mente empezó a vislumbrar. Se sentó en el sillón del comedor a esperarle, sintiendo el frío metal del cuchillo al ocultarlo en su espalda, agazapado junto a su mano derecha.

             Pedro no había conseguido calmar su mente con el paseo por la ciudad. Todo lo contrario, hacer el acto sexual de esa manera lo había excitado de una forma que no recordaba, volvería a hacerlo enseñándole a María quien llevaba los pantalones en casa. Si no él, sabría ponerla en su sitio. Subió lentamente las escaleras saboreando mentalmente sus actos. Cuando abrió la puerta, su mano derecha jugaba en el bolsillo con la navaja que siempre llevaba encima, aferrándola con fuerza cuando vio a María sentada en el sofá del salón.

            Lentamente se acercó con expresión de superioridad. Pero María lo esperaba con una mirada extrañamente fría y relajada. Una mirada que hizo sentir a Pedro un escalofrío en la nuca mientras cerraba la puerta del comedor. En ese preciso instante supo a ciencia cierta, que esa tarde para uno de los dos, todos los problemas quedarían resueltos.


                                                                JESÚS CORONADO  -  2013

21 feb 2013

Hambre de ti

Hambre de ti.


Desearía exprimir tus jugos
Como naranja de zumo,
Para beberte despacio
y embriagar mis sentidos
Con el licor de tus labios.

Alimentarme de entrañas
Hechas de mazapán y de leche,
Hasta saciar mi apetito
Con nuestros deseos mutuos.

 Cocinarte a fuego lento
Con el calor de mi cuerpo,
Hasta que tus carnes
Se separaran del hueso,
Y tiernas como las nubes
Conformaran el menú
Del que me alimento.

Hoy estás aquí, en crudo,
Entre sabanas calientes.
Y comienzo a pelarte
Cómo cebolla dulce,
       Y a sofreírte  despacio
     con el fuego de mis labios.


Jesús Coronado - 2013 

20 feb 2013

Sordera




La sordera



        El trabajo estaba hecho. Tras limpiar cuidadosamente la habitación salí de ella cerrando la puerta despacio. Me quité los guantes y me dirigí de forma inconsciente a la búsqueda de mi cuarto. El seiscientos sesenta y seis. Un número premonitorio, pensé. Me senté en el borde de la cama y saqué dos botellitas de vodka del minibar para tomar su contenido a palo seco.

        El vodka hizo efecto con rapidez y más calmado, me concentré en escuchar los ruidos existentes a mi alrededor. Era una experiencia relativamente nueva para mí y una sorpresa para María. Hacía veinte años que aquel accidente me dejó sordo, la explosión que aquellos desalmados produjeron en el asalto al banco casi me mató. Mis tímpanos sangraron y me llevaron a un mundo donde sólo existía el silencio; el aislamiento involuntario.

        María dejó pasar algún tiempo antes de hacerme ver que debía asumir mi nueva condición física y centrarme en aprender a llevarla lo mejor posible. Quiso que aprendiera el lenguaje de signos, a leer los labios, a llevar una vida normal. Pero algo en mi interior se resistía a aceptar la minusvalía que transformó mi vida en un instante. Aún hoy, sigo sin ser capaz de leer en los labios y apenas  entiendo el lenguaje de signos. Todos mis esfuerzos se centraron en buscar soluciones médicas que pusieran fin a mi tara, algo que María no entendía.

        El pasado lunes todo quedó solucionado. Una pequeña intervención en el tímpano derecho, el menos dañado, y la aplicación de un receptor interno consiguieron que mi capacidad auditiva fuera normal en ese oído, el izquierdo resultó irrecuperable. Pero la sorpresa para María tuvo que esperar a hoy, no quise interrumpir su llamada telefónica.

        Abrí un tercer botellín de vodka y mientras vaciaba su contenido en el vaso, vino a mi mente la expresión de sorpresa que María me dedicó, no sé si al enterarse de que mi sordera había llegado a su fin o  al verme empuñar el arma. Fue la primera. A Luis lo maté después. Aunque sinceramente, creo que a él lo que más le sorprendió no fue la cura de mi sordera, sino que el primer tiro se lo diera en sus partes nobles. El que le vaciara el cargador después hasta quedar los dos bañados en sangre juntos y en aquella cama, ya no le importó.


                                                            Jesús Coronado - 2013