22 nov 2012

EL POZO




       
Aquel callejón rezumaba historia y recuerdos en cada una de sus paredes. Recuerdos tan abundantes como los chorreones de suciedad que caían de los tejados hasta perderse en el suelo. Aun puedo sentir el transcurrir de mi niñez en el. Y aunque hoy  está vacío, treinta años atrás era un lugar rebosante de vida. De niños corriendo sin miedo; de madres sentadas a la puerta con sus sillas para cotillear sobre los devaneos y la indumentaria  que la joven del portal tres originaba, de lo poco que les gustaba a ellas y de lo mucho que nos gustaba a nosotros; los padres en un aparte echando una partida al dominó; y nosotros, críos con doce años y ganas de comernos el mundo sin pensar en las consecuencias.

        Junto al callejón aún sigue existiendo aquel puente sobre el barranco. Un barranco por el que nunca discurrió el agua, solo un riachuelo sucio de Dios sabe que líquido saliendo de aquella fábrica que hoy esta en ruinas. Y el pozo. Hoy tapado con una plancha metálica. Aquel pozo era nuestro león de la sabana que los jóvenes de algunas tribus tienen que matar para demostrar su hombría.       Al cumplir los doce años era costumbre que el pozo fuera saltado ante la atenta mirada del resto de la  pandilla para demostrar que dejábamos de ser niños y formar parte del grupo.

        Luis era el más delicado de todos nosotros. Las malas lenguas decían que era “marica”. Pero decirlo en voz alta suponía terminar escupiendo sangre a manos de su hermano Juan. Ser el mayor y el más corpulento del grupo tenía sus ventajas, pero su propio orgullo también le impulsó para obligar a su hermano a que superara la prueba como el resto de la pandilla. Luis y yo teníamos la misma edad, y aquella tarde fue la elegida para cumplir con el rito. Yo, demostré que mi semana de ensayos sobre un círculo pintado en la arena no habían sido en vano, pero Luis no estaba por la labor. El miedo superaba cualquier intención que tuviera de saltar. Su hermano Juan le cortaba el paso a su espalda, obligándole a enfrentarse a aquel agujero negro y oscuro que se le debía antojar la mismísima boca del infierno. Yo, desde el otro lado y totalmente eufórico por la adrenalina generada al superar el reto, le increpaba ferozmente sin causarle efecto alguno, hasta que de mi boca salió aquella palabra vetada. ¡Marica!. Su reacción fue inmediata. Como si tuviera sus pies sobre brasas ardientes se abalanzó sobre mi superando el miedo que le producía  pozo. Pero su impulso no fue suficiente. Resbaló al llegar a mi altura y cayó. Apenas pude rozar mi mano con la suya al intentar sujetarle. Hoy, aun recuerdo aquella mirada de terror en sus ojos al comprender que caía sin remedio en la profunda oscuridad; y la de su hermano Juan con un  odio desmedido mientras gritaba su nombre sin recibir respuesta.

Estuve un mes sin salir de casa por miedo a las represalias, y para mi suerte, al final de aquel verano nos trasladamos a un bloque de apartamentos en otro barrio.   


        Juan me ha localizado años mas tarde, hace tan sólo  unos días. Y tras hablar conmigo pude ver en sus ojos que por fin, había alcanzado la paz consigo mismo. Yo en cierta forma, también. Pues algo me dice que sus días y los míos  de recorrer este mundo acaban aquí, en el pozo. Él, por haber cumplido con la deuda de sangre que juró cumplir por la muerte de su hermano. Yo, porque necesitaba volver al lugar donde  ahora reposa mi cuerpo.



                                                              Jesús Coronado